Cuando yo tenía alrededor de nueve años, viviendo en el centro de la ciudad, una ciudad que ha crecido mucho, que ha crecido conmigo, tuve mi primera aventura de exploración. Algo ya a esa edad me llamaba a conocer mi lugar de nacimiento y también sé ahora que ya lo sentía vivo; tenía un aroma, un color, tenía incluso, me atrevo a pensarlo, una cara, ella muy amistosa, que invitaba a cualquiera a sumergírsele, y una amigable voz, y yo ingenuo y terco, respondí a ese llamado a la manera que la razón me lo permitía.
El plan era bastante simple si se piensa en una cabeza adulta, pero mis padres en aquél entonces no eran mas grandes de lo que soy yo ahora que escribo estas líneas y no se dieron cuenta de los peligros que tal hazaña en la cabeza de un niño representaba. Tal vez mi padre si, por eso me permitió emprender el viaje.
Recuerdo los domingos atemporales de mi infancia en aquellos departamentos en que vivíamos por la calle Diego de Montemayor entre Tapia y M. M. De Llano. Muchas anécdotas hay de aquellos días que me harían salirme del tema. Una invariabilidad del domingo era mi padre lavando la grúa, mueble de trabajo de la mayor parte de su vida, de su época dorada y que sé que en su corazón atesora infinitamente. El día al que me referiré no era la excepción en su rutina.
Le comenté mi plan mientras él hacía lo suyo y recuerdo bien toda la atención que me prestaba. Descubrir hasta dónde iba a dar la calle donde vivía en su dirección al sur. El material para el viaje era sólo dinero y una botella de vidrio para poder comprar un refresco en cualquier tienda que me topara en el camino. Esto de la botella para mi era muy lógico ya que, cuando emprendíamos un viaje a carretera la familia, siempre nos recordaba mi padre o mi madre llevar un envase o dos para hacer paradas por el camino. El refresco en el camino creo que trasciende de ser un elemento de la cultura regional. En la actualidad no hace falta en envase, las paradas se hacen de todos modos y se compran botellas deshechables.
Con sólo eso como material y ni siquiera una mochila o maleta, pretendía ir a descubrir los confines de mi ciudad. No recuerdo si hubo alguna otra indicación además de la debida: tener cuidado al cruzar y de regresarme cuando alguna calle fuera demasiado grande como para atravesarla. Tal vez, conociendo a mi padre, me sugirió ponerme una gorra para el sol, siempre lo hacía, no importaba donde estuviéramos. Ese si que es un rasgo de la cultura de la región.
Sé que salí sin el conocimiento de mi madre en ello. Mi padre no debe haber querido decirle para que no me fuera a negar el permiso. Él siempre hablaba de cuando era chico y las idas a casas de sus amigos o familiares cercanos. Toda la familia de mi padre ha vivido en el centro de esta ciudad desde hace muchos años. Lastima que toda esa información se la hayan ya llevado a la tumba los propietarios. A la generación de mi padre jamás le interesó cuidar que no se perdieran la historia así como las tradiciones familiares. Las suyas propias son horrendas y estúpidas pero ellos son felices en su insania.
Allá salgo yo con mi envase, en realidad no recuerdo haber comprado un refresco por el camino, aunque así debió ser. Cada paso que daba era adentrarme más a lo desconocido, pero todo era tan tranquilo, tan pintoresco, tan antiguo de cierta forma que no comprendo sino hasta ahora, que no me daba miedo sino más bien curiosidad por seguir. Cada paso hacia delante no solo significaba sumergirme en la urbe, sino alejarme de mi casa, y eso si era de temer. Pasé la tienda de la chiquita, el punto más lejano de mi conocido terruño, ya estaba en tierras vírgenes. Era yo una especie de Carvajal o Montemayor chiquito. Recuerdo lo altas que me parecían las casas. Debo aclarar que en el barrio antiguo las casas aún me parecen altas y pocas son las que tienen dos plantas. Ya podía entender yo a Cristóbal Colón o a cualquiera de su tripulación y el miedo que sentían en navegar sin mirar tierra en el horizonte.
No hubo una calle que me pareciera difícil de cruzar hasta que no llegué a lo que era el fin de mi viaje. Ahí simplemente muere mi calle y desemboca en una gran avenida, Constitución.
Parado en la esquina del Rey del Cabrito, contemplaba la cantidad de vehículos que circulaban tratando de ver hacia el otro lado del río, un río seco pero enorme que se crece más en los ojos de un niño. Estaba al final de mis curiosidades acerca de la calle donde vivía, pero sólo a la mitad de mi aventura, la otra mitad sería deshacer lo andado. No tuve prisa y recuerdo que aquél regreso estuvo plagado de dudas. ¿Realmente pasé ya por aquí? No recordaba haberme desviado pero ahora notaba cómo la calle serpenteaba, lo que no me llamo la atención antes. Sentí alivio al reconocer el barrio de la luz, que es donde vivía, ver de nuevo la chiquita me lleno de tranquilidad y de ansias por contarles a mis padres que ya había llegado yo a donde nunca hubieran imaginado.
Cuando llegué mi padre ya terminaba de lavar la grúa, de modo que no había pasado mucho tiempo, pero para mi era el final de la jornada; detrás de mi solo podía llegar el ocaso. Tenía dentro de mi un reloj infantil y aún el mundo giraba alrededor mío.
La sorpresa fue de mi madre, que no podía creer que mi padre me hubiera dejado irme solo. No hubiera sido la misma aventura de haberlo hecho con él o con ella, mucho menos en carro.
Ahora que soy adulto y recorro esas calles tan frecuentemente, veo cómo siguen siendo tranquilas los domingos por las tardes. La gente mayor sigue sentándose a la puerta de sus casas mientras algunos lavan sus carros y los niños juegan por todos lados. El panorama ha cambiado y algunos viejos lugares han desaparecido, han demolido y pavimentado la mayor parte de mi infancia, porque esos lugares y esas calles son eso, mi infancia.
El plan era bastante simple si se piensa en una cabeza adulta, pero mis padres en aquél entonces no eran mas grandes de lo que soy yo ahora que escribo estas líneas y no se dieron cuenta de los peligros que tal hazaña en la cabeza de un niño representaba. Tal vez mi padre si, por eso me permitió emprender el viaje.
Recuerdo los domingos atemporales de mi infancia en aquellos departamentos en que vivíamos por la calle Diego de Montemayor entre Tapia y M. M. De Llano. Muchas anécdotas hay de aquellos días que me harían salirme del tema. Una invariabilidad del domingo era mi padre lavando la grúa, mueble de trabajo de la mayor parte de su vida, de su época dorada y que sé que en su corazón atesora infinitamente. El día al que me referiré no era la excepción en su rutina.
Le comenté mi plan mientras él hacía lo suyo y recuerdo bien toda la atención que me prestaba. Descubrir hasta dónde iba a dar la calle donde vivía en su dirección al sur. El material para el viaje era sólo dinero y una botella de vidrio para poder comprar un refresco en cualquier tienda que me topara en el camino. Esto de la botella para mi era muy lógico ya que, cuando emprendíamos un viaje a carretera la familia, siempre nos recordaba mi padre o mi madre llevar un envase o dos para hacer paradas por el camino. El refresco en el camino creo que trasciende de ser un elemento de la cultura regional. En la actualidad no hace falta en envase, las paradas se hacen de todos modos y se compran botellas deshechables.
Con sólo eso como material y ni siquiera una mochila o maleta, pretendía ir a descubrir los confines de mi ciudad. No recuerdo si hubo alguna otra indicación además de la debida: tener cuidado al cruzar y de regresarme cuando alguna calle fuera demasiado grande como para atravesarla. Tal vez, conociendo a mi padre, me sugirió ponerme una gorra para el sol, siempre lo hacía, no importaba donde estuviéramos. Ese si que es un rasgo de la cultura de la región.
Sé que salí sin el conocimiento de mi madre en ello. Mi padre no debe haber querido decirle para que no me fuera a negar el permiso. Él siempre hablaba de cuando era chico y las idas a casas de sus amigos o familiares cercanos. Toda la familia de mi padre ha vivido en el centro de esta ciudad desde hace muchos años. Lastima que toda esa información se la hayan ya llevado a la tumba los propietarios. A la generación de mi padre jamás le interesó cuidar que no se perdieran la historia así como las tradiciones familiares. Las suyas propias son horrendas y estúpidas pero ellos son felices en su insania.
Allá salgo yo con mi envase, en realidad no recuerdo haber comprado un refresco por el camino, aunque así debió ser. Cada paso que daba era adentrarme más a lo desconocido, pero todo era tan tranquilo, tan pintoresco, tan antiguo de cierta forma que no comprendo sino hasta ahora, que no me daba miedo sino más bien curiosidad por seguir. Cada paso hacia delante no solo significaba sumergirme en la urbe, sino alejarme de mi casa, y eso si era de temer. Pasé la tienda de la chiquita, el punto más lejano de mi conocido terruño, ya estaba en tierras vírgenes. Era yo una especie de Carvajal o Montemayor chiquito. Recuerdo lo altas que me parecían las casas. Debo aclarar que en el barrio antiguo las casas aún me parecen altas y pocas son las que tienen dos plantas. Ya podía entender yo a Cristóbal Colón o a cualquiera de su tripulación y el miedo que sentían en navegar sin mirar tierra en el horizonte.
No hubo una calle que me pareciera difícil de cruzar hasta que no llegué a lo que era el fin de mi viaje. Ahí simplemente muere mi calle y desemboca en una gran avenida, Constitución.
Parado en la esquina del Rey del Cabrito, contemplaba la cantidad de vehículos que circulaban tratando de ver hacia el otro lado del río, un río seco pero enorme que se crece más en los ojos de un niño. Estaba al final de mis curiosidades acerca de la calle donde vivía, pero sólo a la mitad de mi aventura, la otra mitad sería deshacer lo andado. No tuve prisa y recuerdo que aquél regreso estuvo plagado de dudas. ¿Realmente pasé ya por aquí? No recordaba haberme desviado pero ahora notaba cómo la calle serpenteaba, lo que no me llamo la atención antes. Sentí alivio al reconocer el barrio de la luz, que es donde vivía, ver de nuevo la chiquita me lleno de tranquilidad y de ansias por contarles a mis padres que ya había llegado yo a donde nunca hubieran imaginado.
Cuando llegué mi padre ya terminaba de lavar la grúa, de modo que no había pasado mucho tiempo, pero para mi era el final de la jornada; detrás de mi solo podía llegar el ocaso. Tenía dentro de mi un reloj infantil y aún el mundo giraba alrededor mío.
La sorpresa fue de mi madre, que no podía creer que mi padre me hubiera dejado irme solo. No hubiera sido la misma aventura de haberlo hecho con él o con ella, mucho menos en carro.
Ahora que soy adulto y recorro esas calles tan frecuentemente, veo cómo siguen siendo tranquilas los domingos por las tardes. La gente mayor sigue sentándose a la puerta de sus casas mientras algunos lavan sus carros y los niños juegan por todos lados. El panorama ha cambiado y algunos viejos lugares han desaparecido, han demolido y pavimentado la mayor parte de mi infancia, porque esos lugares y esas calles son eso, mi infancia.
Recordar esta aventura me hace pensar mucho en mi padre, que tuvo confianza en mi, que me dejó emprender mis propias aventuras. No se si yo podré ser tan buen padre como él. Espero no defraudarlo. Lo que si se es que a mis hijos les agradará tanto como a él o como a mí haber nacido en esta tierra, en Monterrey.
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