sábado, octubre 08, 2005

Parpadeos


José cierra los ojos y se limpia las lágrimas con las manitas tierrozas. Quiere correr pero su madre lo toma del hombro fuertemente. Cree en su padre, pero aún así tiene miedo. Él también lloraba mientras le decía “todo va a estar bien, te prometo volver pronto”. El ruido ya ha cesado y puede poner en orden sus pensamientos. Se limpia nuevamente las lágrimas para poder distinguir a lo lejos los últimos vagones del tren en el que se va su padre al “otro lado”. José es muy pequeño para entender, pero sabe que a su madre le duele mucho: empezó a llorar desde el día anterior, cuando su padre les dijo que no tenía trabajo. Ve cómo se dispersa el humo de la maquina en el cielo y abre los ojos.

Respira hondamente y camina un poco, voltea y ve una banca. Vuelve a cerrar los ojos y voltea a ver a su madre, descuida el horizonte por un instante cansado de no ver nada. Se da cuenta que su madre llora y opta por cuidar de nuevo el las vias a lo lejos. Solo dos trenes llegan por día y el primero no ha traído a quien esperan. Han pasado tres años desde que no ve a su padre. Quiere verlo, en sus cartas dice que se ha dejado la barba porque le ayuda a soportar el frío y que trabaja quitando nieve de las vías del tren. A su madre no le ha gustado leer que trabaja entre la nieve, pero menos le ha gustado que trabaje con trenes. Los odia. Muchas otras mujeres los odian aquí. Hay algunas que jamás vuelven a saber de sus maridos; dice la madre de José que sufren menos que las que pierden un hijo. José entiende mucho mejor las cosas ahora, ha tenido que crecer rápido para convertirse en el hombre de la casa. En la estación está también una familia que va a despedir a un hombre. El menor de los tres niños llora desesperadamente, pero la mujer lo carga y se lo quita del cuello mientras él trata de tranquilizarlo. En ése momento se levanta la madre de José y lo reprende por no estar atento en las vías. Ya no tiene caso, se ve el tren a lo lejos. Al llegar muchos bajan, otros suben, pero del padre de José ni sus luces. En éste ha llegado correo, pero aunque la madre de José quisiera saber si hay carta para ella, el correo no funciona así y tiene que esperar que llegue hasta su casa. El tren no tarda en partir entre el ruido del silbato y la maquina, acompañado de una densa nube de humo. A veces él mismo quisiera partir, pero por nada dejaría sola a su madre. Entre esos sonidos José distingue los gritos de un niño: es el mismo que lloraba antes que el tren llegara. Se había olvidado de él, tenía sus propios asuntos qué atender. Ahora nada podía hacer que le quitara la mirada de encima, le recordaba tanto a él mismo. José quería comentarle eso a su madre pero la ve muy triste, lo que le hace caer en la cuenta de sus propias penas. Tiene dos opciones, así que opta por la segunda y sonríe maliciosamente. Le pregunta si para aquella dirección queda el “otro lado”. La mujer no deja de caminar viendo al suelo mientas le contesta que no, que el “otro lado” es hacia el otro lado. Distraída por las risillas de José, comprende y sonríe también. José abre los ojos, tiene la vista vidriosa. La banca sigue vacía, aunque ya tiene otro color.

Con la mirada busca el final de las vías en el horizonte. Aunque piensa que sería más fácil pegarle el oído al viento. Ha cambiado tanto el panorama que ya no recuerda cómo era. Eso cree. Cierra los ojos y ve el edificio de correos detrás de la estación, enfrente solo hay pastos y luego empieza la sierrita. Los coches llegan por el otro lado, donde hay puestos de comida y vendedores ambulantes. José compra un dulce a la señora de la esquina cada vez que va a esperar en vano. Lo hace seguido desde que sus amigos de la escuela le cuentan historias de hombres que jamás regresan. Él sabe de su padre, está bien y les manda dinero, ya no trabaja entre las vías y la nieve, sino que es lava platos y gana más. Le escribe de muchas cosas que quisiera comprarles, pero es más caro mandar algo por paquetería que simplemente mandar dinero. “Te tengo un sombrero para la nieve, fue lo primero que te compré; pero ya ves. Mejor te lo llevo yo mismo ‘ora que vaya a verlos, que al cabo que ni hay nieve allá en casa”. José sentía tranquilidad mientras su padre siguiera diciéndole casa al lugar que había dejado hacía siete años. Una vez vio a una mujer que le rogaba al maquinista que llevara algo, pero éste se oponía diciéndole que no iba tan lejos, que lo pusiera en paquetería. Ése mismo día vio los precios de la paquetería y entendió a sus padres que no se mandaban más que cartas. Abrió los ojos y ahora no reconocía lo que tenía enfrente.

Fue hasta las oficinas y miró adentro. Estaba vacío. Las viejas sillas seguían ahí. Los pisos viejos de madera hacían mucho ruido mientras caminada hacia la entrada. Cerró los ojos nuevamente y pudo distinguir el olor a gorditas de harina con picadillo y chicharrón que vendían enfrente, justo al lado de la cantina donde muchos se metían apenas se bajaban del tren y volvían a subirse apenas salían de ahí. Recordaba que su padre jamás entro a una cantina y él no iba a hacerlo, aunque sus compañeros de trabajo le insistieran tanto los sábados después de trabajar toda la semana. Él era muy responsable: el salario de la semana se lo daba a su madre, quien lo administraba sólo Dios sabría cómo, de modo que nunca faltó pan dulce para el café de la mañana ni frijoles que ponerle a las tortillas. Hacía más de un año que ni una carta recibían de su padre, así que el dinero que ganaba como pasante de tenedor de libros era todo lo que tenían, sin contar lo que su madre ganaba cociendo ropa, que dejaba para algunos recibos. A veces encontraba a su madre llorando y le decía que no se preocupara. “Si algo malo le hubiera pasado ya lo sabríamos, pues las malas noticias viajan rápido”. La mujer volvía al llanto en cuanto José salía. Abre los ojos, cruza la calle y entra a la cantina.

Adentro pregunta por el teléfono y le indican un rincón alejado de la barra. Llama a casa. “Estoy aquí. Solo uno. Uno solamente” cuelga, se dirige a la salida, le saludan algunos amigos y él agradece las invitaciones a quedarse pero se tiene que marchar. De nuevo en la estación se va hasta la misma banca descarapelada y se sienta. Echa la cabeza atrás y recuerda haber contado alguna vez las líneas del techo, así como las del piso. Cierra los ojos y recuerda hacerlo mientras Carmen, en aquel entonces su novia, se sentaba con él a esperar. Aquella vez hablaba de que se llevaría a su madre con él cuando se casaran. Carmen entendía. Lo que no entendía es que todos los días primero de mes fueran a esperar a su padre. “Ya hace dieciocho años que se fue. Hace siete que no saben de él. Dentro de dos meses nos casaremos y no vendremos a menos que sea porque ése día llega. Me lo has prometido”. Pensaba en cumplir esa promesa, pensaba en cumplir todas y cada una de sus promesas. Él no sería como su padre. Jamás dejaría a su familia. Escuchó el silbato y abrió los ojos. Enjugó una lagrima y se puso de pié.

El tren se acercaba muy deprisa. Estaba ansioso; también estaba desilusionado. Sabía que sería la última vez. Había reconocido la letra de esa carta que llegó a su antigua casa y que los nuevos inquilinos le habían hecho llegar. “Mire José es de su padre. Tómela. ¿Pero qué espera? Ábrala. José ¿no se pone feliz?”. Eran buenas personas. No sabían cómo se sentía José ni la cantidad de veces que soñó con recibir una carta de su padre que le dijera: “Aún existo, aún me acuerdo de ustedes. Los extraño”. Diez años era poco tiempo, pero él solo tenía siete cuando su padre se fue prometiéndole volver pronto.

¿Qué decía la carta? Para José, poco: “Llego en un mes a partir del día que te escribo. Tengo tanto qué contarte” y una firma. Era él, sin duda. No le dijo a su madre, pensó que no sobreviviría una desilusión más. Solo a Carmen, su esposa, le contó que iría a esperar un rato, nada más. Llegaba hoy, en éste tren que se detenía con una lentitud odiosa. Recordó los golpes del corazón desbocado en el pecho. Recordó las lágrimas de su madre. Recordó tanto dolor que de pronto dio media vuelta para marcharse, pero no pudo. Permaneció de espaldas a la gente que llegaba y con los ojos cerrados dejó que pasaran al lado suyo, mientas permanecía inmóvil, como si fuera él parte de la arquitectura de la estación, como lo había sentido ya tantas veces en tantos años. El tren, acostumbrado a esperas cortas, partió de nuevo y el andén se despejó. José seguía con los ojos cerrados. Ésta vez su mente había permanecido justo ahí, clavada en ese lugar, esperando que algo pasara. Abrió los ojos y decidió no llorar. Volvió a sentir ese dolor incomodo en el estomago, que no sentía desde aquellas primeras esperas. De pronto una mano firme lo tomo del hombre mientras una voz apagada pero familiar pronunciaba, a modo de pregunta, su nombre. José se detuvo, cerró los ojos y se limpio las lágrimas con las manitas tierrozas, mientras veía un tren partir.

2 comentarios:

JDLP dijo...

Buen texto. Me gusta la anécdota. Tiene buenos momentos de dramatismo, como aquel cuando preguntan para qué lado queda "el otro lado" y, claro, el final. Felicidades por tu premio.

Por cierto, si tienes curiosidad de saber quienes más ganaron y quienes obtuvieron menciones honorificas, el acta del jurado está publicada en la pagina www.conarte.org.mx

Anónimo dijo...

la verdad no conosco mucho acerca de este tipo de concursos pero me paracio muy bonito tu realto es corto y sencillo pero te deja con un satisfaccion plena al leerlo

felicidades